por Claudia GuillénYa era parte de la atmósfera del cuarto aquella gota que caía discreta y pausadamente, cuidando no lastimar el sueño de Ana. Como todas las mañanas, desde hacía algunos años, doña Clara subía a la habitación de su hija con un frasco de suero en la mano, aunque en esa oportunidad la acompañaba un joven al que no dejaba hablar:
–¿La ve, doctorcito? Como se lo digo. Así ha estado mi muchacha durante este tiempo. Son cinco años ya. No se mueve. Mira y mira. Pero eso no es todo: en las noches, sentada como está, cierra los ojos y no los abre hasta el otro día.
Irritado ante la resignación que doña Clara mostraba por la enfermedad de su hija, el médico la interrumpió:
–Disculpe, señora, pero no logro explicarme cómo es que usted fomenta ese estado vegetativo en su hija.
–¿Estado qué? –preguntó doña Clara.
–Vegetativo, señora –un breve silencio le dio el tiempo preciso para observar a esa mujer pequeña de apariencia débil y expresión irónica, por quien sintió un poco de lástima–. Mire, lo que quiero decir es que usted debería hacer algo para que Ana deje de estar sentada en esa silla, sin moverse, ni hablar, como si fuera un vegetal.
De la figura de doña Clara resaltaban sus dos pequeñas manos, que se movían a la par de la boca.
–Ay, doctorcito, no me diga eso, por favor. Usted no tiene idea de todo lo que hemos pasado para llegar a descubrir lo de la gota. No me mire así; aunque usted no lo crea, esa gota hace que mi Ana siga viva. Sí, el agua le da vida –mientras tanto, el doctor escuchaba el relato de la anciana con cierta resignación, sin percatarse de que ayudarla a colocar el suero en su base era el principio de su integración a una nueva realidad–.
Mire, un día Ana recibió la carta donde le decían que su novio había muerto. Lloró y lloró. Sus ojos parecían desgastados. No comía ni salía de su cuarto. A mí y a su padre, que en paz descanse, nos tenía bien preocupados, pero decidimos no molestarla. Hasta que una noche ya no oímos ni su llanto ni nada. Ya se imaginará usted mi angustia, subí corriendo a ver qué le pasaba y, al entrar al cuarto, la encontré sentada en una esquina, viendo caer una gota del techo. Le pregunté por qué estaba así, pero ella no respondió a mis preguntas y tampoco a mis gritos. Después llamamos al doctor, quien dijo que se encontraba en un estado de evasión por la pérdida sufrida. Ay, doctorcito, luego luego mandamos resanar ese techo como el otro doctor nos pidió, según que con eso ella volvería a estar con nosotros, pero qué va, Ana en lugar de volver se nos estaba muriendo. Se había envejecido mucho, cada día se ponía peor, y que me acuerdo de lo tranquilita que se veía cuando lo de la gota; me fui corriendo al cuarto de su papá a sacar uno de los goteros que él tenía en sus medicinas, me puse frente mi hija y empecé a soltar gotas. Como un milagro, mejoró casi de inmediato, se le fue quitando lo viejo de la piel. Durante meses o tal vez algunos años, ya ni sé, doctor, mi esposo y yo nos turnamos para ponerle el gotero, hasta el bendito día en que regresando del mercado se me ocurrió preguntar en esa tienda de doctores de la esquina. Primero les expliqué la enfermedad de mi Ana y me vieron como si fuera loca, y seguramente por quitarme deencima me dijeron que si lo que quería era una gota, que en las botellas que estaban atrás de ellos cabían muchas. Yo sabía que se estaban burlando de mí, pero no me importó, y menos cuando uno de ellos me mostró que la tripita que le salía a la botella sacaba toda el agua gota a gota. Yo compré diez de esas botellas, que ahora sé que son para poner suero, y regresé a mi casa con la seguridad de que todo había cambiado, y así fue doctor, todo cambió. Sé que es de no creerse, pero desde ese momento descansamos: su padre, cuando vivía, yo y, por supuesto, mi Ana. Usted se enterca en estudiarla, pues hágalo. Ya perdí la cuentan de todos los médicos que han venido, y así como llegan se van. Y no crea que le cuento esto porque le tenga mala voluntad, no es eso, sino que estoy casi segura de que usted también se cansará, como los otros, aunque es cierto que usted me da buena espina. Es más, le propongo que dentro de seis meses hablemos, y si usted no ha logrado hacer volver a mi Ana lo deja todo por la paz. Porque está visto que a mi hija no se le hará cambiar –sin mirar al médico, se volvió hacia Ana y, cerrándole un ojo, preguntó: –¿Verdad, mi hijita?
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