miércoles, 3 de febrero de 2010

Un blues se ahoga

de Miguel Reinoso


Yo miro esto que pesa inmensamente
Impedimentos aguas del nordeste en las geografías de mi lengua
Escribo más que espejos perros de mis repeticiones
No me es propicia esta agua de enebro esta madera convocada
Si una canción fuera región de retiradas
la cantaría
Noche de ronda qué tristes tragos
qué lenta pasas por mis vasos de velación
Me van a abrir el espejo de los antros voz y ceja en el arco del espanto
Noche de ronda suelto me abandono al rumor del zinc qué tristes tragos
a los pasos de un pie más que terrestres rayas del instinto pies de mis rutinas
No me es propicia esta agua de enebro no esta madera convocada...
Noche a noche un blues se ahoga en la hora de los hombres
leño negro de esperar el golpe del azar
Si una canción fuera región de retiradas no estaría lejos el pregón de los tequilas
ni la esclusa que poblaría las entradas de tu nombre
agua de estas borracheras
testimonios
sombras en la costra de las calles
pues otro será el blues noche de ronda mientras bebas en boca de otros bares
en el centro encono de otros ojos
Un blues se ahoga mientras bebas la noche en otros vasos
no me será propicia esta agua alcohol y enebro de sudores ajenos
ni esta madera por el diente convocada que no me encienden vela alguna
en el hocico de las manos
Noche a noche /—no estás para saberlo— (no estás para saberlo)
un blues se ahoga / (noche de ronda) / en la hora de los hombres //
hora en que me cierran todos los bares (qué tristes tragos)
porque no sé
si me estás vigilando estos silencios
si me estás presintiendo desde lejos
Yo te contemplo y —uña empecinada—
bebo el último trago en el hielo de tu ausencia.



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La gota

por Claudia Guillén


Ya era parte de la atmósfera del cuarto aquella gota que caía discreta y pausadamente, cuidando no lastimar el sueño de Ana. Como todas las mañanas, desde hacía algunos años, doña Clara subía a la habitación de su hija con un frasco de suero en la mano, aunque en esa oportunidad la acompañaba un joven al que no dejaba hablar:

–¿La ve, doctorcito? Como se lo digo. Así ha estado mi muchacha durante este tiempo. Son cinco años ya. No se mueve. Mira y mira. Pero eso no es todo: en las noches, sentada como está, cierra los ojos y no los abre hasta el otro día.

Irritado ante la resignación que doña Clara mostraba por la enfermedad de su hija, el médico la interrumpió:
–Disculpe, señora, pero no logro explicarme cómo es que usted fomenta ese estado vegetativo en su hija.
–¿Estado qué? –preguntó doña Clara.
–Vegetativo, señora –un breve silencio le dio el tiempo preciso para observar a esa mujer pequeña de apariencia débil y expresión irónica, por quien sintió un poco de lástima–. Mire, lo que quiero decir es que usted debería hacer algo para que Ana deje de estar sentada en esa silla, sin moverse, ni hablar, como si fuera un vegetal.

De la figura de doña Clara resaltaban sus dos pequeñas manos, que se movían a la par de la boca.

–Ay, doctorcito, no me diga eso, por favor. Usted no tiene idea de todo lo que hemos pasado para llegar a descubrir lo de la gota. No me mire así; aunque usted no lo crea, esa gota hace que mi Ana siga viva. Sí, el agua le da vida –mientras tanto, el doctor escuchaba el relato de la anciana con cierta resignación, sin percatarse de que ayudarla a colocar el suero en su base era el principio de su integración a una nueva realidad–.

Mire, un día Ana recibió la carta donde le decían que su novio había muerto. Lloró y lloró. Sus ojos parecían desgastados. No comía ni salía de su cuarto. A mí y a su padre, que en paz descanse, nos tenía bien preocupados, pero decidimos no molestarla. Hasta que una noche ya no oímos ni su llanto ni nada. Ya se imaginará usted mi angustia, subí corriendo a ver qué le pasaba y, al entrar al cuarto, la encontré sentada en una esquina, viendo caer una gota del techo. Le pregunté por qué estaba así, pero ella no respondió a mis preguntas y tampoco a mis gritos. Después llamamos al doctor, quien dijo que se encontraba en un estado de evasión por la pérdida sufrida. Ay, doctorcito, luego luego mandamos resanar ese techo como el otro doctor nos pidió, según que con eso ella volvería a estar con nosotros, pero qué va, Ana en lugar de volver se nos estaba muriendo. Se había envejecido mucho, cada día se ponía peor, y que me acuerdo de lo tranquilita que se veía cuando lo de la gota; me fui corriendo al cuarto de su papá a sacar uno de los goteros que él tenía en sus medicinas, me puse frente mi hija y empecé a soltar gotas. Como un milagro, mejoró casi de inmediato, se le fue quitando lo viejo de la piel. Durante meses o tal vez algunos años, ya ni sé, doctor, mi esposo y yo nos turnamos para ponerle el gotero, hasta el bendito día en que regresando del mercado se me ocurrió preguntar en esa tienda de doctores de la esquina. Primero les expliqué la enfermedad de mi Ana y me vieron como si fuera loca, y seguramente por quitarme deencima me dijeron que si lo que quería era una gota, que en las botellas que estaban atrás de ellos cabían muchas. Yo sabía que se estaban burlando de mí, pero no me importó, y menos cuando uno de ellos me mostró que la tripita que le salía a la botella sacaba toda el agua gota a gota. Yo compré diez de esas botellas, que ahora sé que son para poner suero, y regresé a mi casa con la seguridad de que todo había cambiado, y así fue doctor, todo cambió. Sé que es de no creerse, pero desde ese momento descansamos: su padre, cuando vivía, yo y, por supuesto, mi Ana. Usted se enterca en estudiarla, pues hágalo. Ya perdí la cuentan de todos los médicos que han venido, y así como llegan se van. Y no crea que le cuento esto porque le tenga mala voluntad, no es eso, sino que estoy casi segura de que usted también se cansará, como los otros, aunque es cierto que usted me da buena espina. Es más, le propongo que dentro de seis meses hablemos, y si usted no ha logrado hacer volver a mi Ana lo deja todo por la paz. Porque está visto que a mi hija no se le hará cambiar –sin mirar al médico, se volvió hacia Ana y, cerrándole un ojo, preguntó: –¿Verdad, mi hijita?



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viernes, 4 de septiembre de 2009

sirenas, fantasmas, naguales, demonios y expresidentes



“Él es Cristóbal. Su vida la cuentan el lodo de sus uñas, el polvo de sus barbas, la tierra bajo sus pies, el cielo sobre su cabeza. El camino lo llevó lejos de casa y le convirtió en brujo…”


He aquí un superhéroe de historieta que no le pide prestado nada al manga japonés ni al cómic gringo. Un superhéroe que ni se dobla ni se quiebra. Un superhéroe netamente mexicano. Hijo del grabado popular de principios del siglo pasado, de las leyendas regionales y de las mitologías prehispánica y mestiza. Cristóbal es un brujo errante; siempre en el camino, y sin embargo siempre en el preciso lugar en que más se le necesita (como todo buen superhéroe). He aquí un superviviente.

Sus andanzas lo han llevado a diversas partes del país. Cristóbal es multirregional, no regional. No Ciudad Gótica, no Metrópolis, no Nueva York. Sí San Miguel de Allende, donde salvó la vida de un pequeño infante cuando venció (burló diría yo) a la tercia infernal formada por Judas Iscariote, Hernán Cortés y Carlos Salinas de Gortari, quienes sucumbieron ante los efectos de un coctel estupefaciente hecho a base de mezcal y vino para consagrar (obvio, obra de Cristóbal). ¡JAA, JA! ¡Hic! Sí Milpa Alta, donde ayuda a los comuneros locales a desenterrar los títulos de las tierras de la tumba de un capitán zapatista que murió durante una invasión de las tropas constitucionalistas para salvar la vida de su amada Rosita, quien en realidad amaba a Humberto, espía y mejor amigo del Rengo, es decir el difunto, es decir Teutli reencarnado, es decir aquel que dio su vida para defender a Iztaccíhuatl y a Popocatépetl en otra época, en otra batalla. ¡BANG! ¡BANG! ¡BANG! Sí Cuetzalan del Progreso y San Miguel Tzinacanpan, donde se vio obligado a atender el mandato de un tepehuanimej, es decir un dueño del cerro, para no perder su tonal, es decir su espíritu; para ello tuvo que derrotar a Ueman y sus Pistoleros del Diablo, es decir un brujo y una bola de pilatos bandidos, tarea nada fácil, ya había recibido un machetazo en plena clavícula derecha a manos de Pilatos Rey cuando llegó a tirarle el paro su hermano-águila-nahual; del resto de los compinches se encargó el Santo Santiago, es decir el bisnieto de Ueman. ¡KA-TLONG! Sí San Antonio Tomatlán, donde derrotó a los Nahuales, es decir hombres con espíritu de animal, animales que caminan como hombres por la tierra, es decir un búho, un puma y una calaca con curvas, ladrones de niños y santos; para lograrlo se valió solamente de su honda, un bonche de rocas y una poción hecha con plantas desérticas y hongos que crecen en algunas partes de la sierra, es decir un viajesotote. ¡POF!

Su recompensa: víveres para el camino, es decir su itacatote.

Así se las gasta este superhéroe picaresco, quizá el hecho de serlo lo vuelve un poco menos súper, pero a la vez lo hace más humano, más de carne y hueso. Después de leer sus aventuras uno se da cuenta de que no es necesario sólo ver caricaturas orientales y ojear cómics importados para reinventar la fantasía, hay que viajar, hay que conocer, hay que andar el camino.

Para más información visita www.ensamblehistorietas.com


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martes, 1 de septiembre de 2009








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domingo, 23 de agosto de 2009

Apuntes paranóicos y algo negros sobre la frontera

por Gabriel Valtierra


I

ADVERTENCIA

El siguiente texto ha sido escrito por una mentalidad agudamente paranoica y obsesiva compulsiva, con mucho de tendencia hacia la autodestrucción, la mitomanía y que todavía se atreve a jugar con estos elementos literariamente. Las opiniones aquí expresadas no buscan hacer un bien ni un daño a la humanidad sino todo lo contrario. Cuando se usa la palabra frontera nos referimos en concreto a San Luis Río Colorado, Sonora, México, que es la única frontera que más o menos conocemos.

INTRODUCCIÓN

yo no deseaba caer en el tan trillado asunto de escribir directamente sobre lo que significa vivir en la frontera y sin embargo lo voy a hacer. Déjenme explicarles rápidamente el por que no quería hacerlo y después el por que resolví que siempre sí. No deseaba poner por escrito nada que tuviera que ver con mi lugar de origen, al menos profusamente, porque estuvo y está de cierta manera de moda. Muchos escritores fronterizos se complacen en esa denominación de origen, convirtiéndose en especímenes para los sociólogos (en su biografía, en sus bodrios), pero con un casi nulo valor literario en esa mierda que vomitan y que ellos llaman novelas o cuentos. Estoy diciendo que navegan con esa bandera y que se presentan en todos los congresos, ferias del libro y tertulias, sin otra cosa qué ofrecer. Ocurrió lo mismo con los cubanos y los brasileños –pero a nivel sexual– entre las americanas rubias, a las que de pronto dejaron de gustarles los mexicanos y entendieron que el latino sabroso no era aquel moreno que gustaba de las rancheras, sino el caribe y en general el de descendencia afro, puertorriqueña incluida. Y así como los cubanos y demás se empeñan en explotar su acento y su baile e inventar historias fabulosas que les ocurrieron cuando todavía vivían en sus tierras natales, con el sólo fin de meter la pinga lo más posible cuando están en Norteamérica; así, el escritor fronterizo se presenta como un tigre dientes de sable que se considera valioso por su exotismo, olvidándosele que primero debe aprender a escribir. Por lo mismo este asunto de disertar largamente sobre la frontera: cada nuevo documento (mal escrito) le asegura una invitación en el siguiente acto por venir. Aunque existen plumas dignas por estos lares, a la mayoría de los escritores fronterizos nos hace falta técnica y originalidad, y aquí surge el quid del asunto: yo no quería repetirme y deseaba no caer en los males que ya anuncio. Sin embargo decidí escribir sobre la frontera porque le dije a la escritora argentina Georgina Rôo , que lo haría.

LA FRONTERA

A mí me gusta más estar en la frontera, porque la gente es más sencilla y más sincera, me gusta como se divierten, como llevan, la vida alegre, positiva y sin problemas.
Aquí es todo diferente, todo, todo, es diferente, en la frontera, en la frontera, en la frontera.
A mí me gusta más estar en la frontera, porque la gente es más feliz y siempre espera, vivir mejor, estar mejor y se supera. Y todo logran porque aquí la gente es buena.
Aquí es todo es diferente, todo, todo es diferente, en la frontera, en la frontera, en la frontera. ¡Ah!
La gente no se mete en lo que no le importa, todo respetan cada quien vive su vida, lo más hermoso de la gente en la frontera, es que la gente cada vez es más unida.
Etcétera...
-Juan Gabriel


Acusar a Juan Gabriel de mentiroso por su canción “La frontera” me parece demasiado porque ha cantado cosas como las siguientes: “Una mujer rechazada es más peligrosa que un animal salvaje ”, pero sí puedo señalarlo de ser parcial. Por supuesto que la letra es unainvitación a ver la vida a través de la puerta de cantina de un antro fronterizo donde un jotito baila música disco, con las nalgas bien paradas, sin importarle el qué dirán, primera ventaja sustancial del límite entre México y los Estados Unidos respecto al resto de poblaciones del país: en especial las rurales, que ya las ciudades, son otra cosa. Este gay retro de la melodía por supuesto que no lee los periódicos ni tiene grandes problemas en la existencia. Anda en la veintena y lo único que le importa es que esa última parte siempre se respete: “La gente no se mete en lo que no le importa, todo respetan cada quien vive su vida”. ¿Para qué meterse en complicaciones? En la frontera todos somos alegres, trabajadores y dejamos que la gente haga de su culo un papalote.
Mi visión de ella es distinta, of course.


Este ensayo fue publicado por entregas
en los números 5, 6, 7, 8 y 9.




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1 La escritora ni me conoce. Nada más porque la leí, miré una foto de ella y se me hizo guapa le mando correos buscando llamar su atención.
2 “La gitana”.

jueves, 4 de junio de 2009

Fuego, nada más

de Silvia Favaretto


Que yo sí quiero escribir
pero me salen brazas
y me sangra la nariz.
Sí quiero escribir e intento hacerlo
mojando las palabras en tinta de limón
pero queman los ojos y secan las manos.
Que yo sí, sí te dije
quiero escribir pero la lapicera arde
y las chispitas prenden fuego a la hoja
y la madera del escritorio se ennegrece
y cae al piso la ceniza
con mi inspiración
y sale humo de mis dedos
y mi poema es fuego,
fuego, nada más.



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martes, 2 de junio de 2009

Ágape

por Rafael Rodríguez Victoria


Ese día me llamó en la noche, por ahí de las nueve.
-¿Qué haces?, ¿pegado a las cobijas como siempre? —me dijo.
- No, llevo un rato despierto pero no me he levantado de la cama.
- ¿A dónde me vas a llevar?
- ¿A dónde quieres que te lleve? —le contesté.
- Al callejón por unos papeles y luego de regreso; a ver qué se nos ocurre.
-A lo mejor llego como a las diez y media.
-Hazle como quieras, siempre y cuando estés aquí antes de las 11. El camello sale a dar su ronda a las 12. Muévete, maricón, que después se va a poner bueno.
-Oye… ¡Me cago en tu madre, Gigí! —eso no lo alcanzó a oír porque me colgó. Pero si no es por el encabronamiento, no me levanto.
Nos conocimos por Internet hace seis años. Primero platicaba conmigo todas las noches. Después de tres meses de chatear, accedió a encontrarnos en la vida real. Entonces la conocí en serio: no muy guapa pero inteligente, con voz de mando. Me incluyó en sus negocios al mes de que nos vimos afuera del mundo virtual. Comenzó a instruirme en el secuestro expres, la extorsión telefónica y en poco tiempo hacía yo mismo las llamadas. Casi todo el dinero se lo quedaba. Yo no tenía interés por el varo. Lo que siempre quise fue estar a su lado.
Gigí controlaba varias células. Conocía a casi todos los buenos, desde comandantes, ministeriales y matones hasta el mismo secretario delegacional. No cualquiera le entra en el negocio. En el DF sólo tres personas, además de nosotros, controlan el mercado, a los grandes clientes; las zonas jodidas son de los principiantes. Eso también lo pactamos con la policía, para que ellos de vez en cuando puedan salir en los periódicos y en la tele, demostrando que hacen su trabajo.
Esa noche me llamó para drogarnos y coger. Cuando lo hacíamos en ese orden, a ella le gustaba que la mordiera y le succionara la herida. La primera vez que me lo pidió no le entendí. Pero poco a poco le agarré gusto a la ceremonia. Era eso, una comunión. Dejaba que ella entrara en mi cuerpo, como la ostia. Dios adentro de mí, en mis venas, Gigí entre mi propia sangre y luego en mi alma. Sólo que en la iglesia sí te dicen que Cristo te ama. Ella era más mística.



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